“Creía como un artículo de fe que el genio era inseparable del cultivo sistemático de cualquier exceso” (página 344)
En su contexto venía a defender las cualidades literarias escondidas bajos los efectos del alcohol, ese genio camuflado en el seno del vino, en el interior de las bebidas espirituosas. Y entonces me acordé de Ernest Hemingway y su afición a los diaquiris cubanos, de cuya magnitud daban buena cuenta los regentes y camareros de la mayoría de bares y tabernas de la Habana Vieja cuando en 2001 viaje con mi amigo Luis -apodado con razón o sin ella “Hermano Loco”- hasta el Imperio de Fidel Castro. Y de como de esa afición al coctel caribeño se desprendió parte de su reconocida obra embriagada.
Y recordaba algo de la aportación a la literatura universal del escritor estadounidense, quien pese al Pullitzer del 53 y el Premio Nobel de Literatura del 54, no llega al escritor andaluz a la altura de los tobillos en el desguace y construcción del lenguaje. Ni “El viejo y el mar”; ni “Fiesta”; ni “Por quién doblan las campanas”, trabajos archiconocidos. Lo siento Ernest, allá donde estés. No es desdén hacia tu obra, es justicia en el mundo de la arquitectura de la prosa.